07 abril 2008

“Hoy torea Pepín Liria"

Conserva la sencillez y la sonrisa de aquel niño de Cehegín (Murcia) que soñaba con ser matador. De aquel becerrista llamado Maximín, en honor al abuelo, surgió Pepín Liria, convertido hoy en Maestro y en estatua.
Es un torero de valor, de verdad, de los que clavan los “güevos” en la puerta de chiqueros como una estaca, esperando a que el buey Apis le arranque la cabeza en esa especie de suicidio llamado portagayola.
A la guerra de Marruecos iban los pobres que no podían pagar para librarse. José Liria Fernández ha sido de esos toreros nacidos en la yunta y la humildad que han tenido que poner para estar en las guerras de las ferias, venciendo y convenciendo, sufriendo y resistiendo. Ha conocido la parte seria del bombero torero, fragua de figuras, y ha trabajado de camarero. Curtido con las “duras”, nadie como él sabe como mira un victorino, un miura o un dolores aguirre. Por ello le han llamado gladiador o legionario.
Pepín es un ser humano que aguarda esa espantosa espera que precede a la corrida de toros, escondido en la cama, con el cuerpo frío mezclado con la fiebre, desmayado.
Olor a miedo, entre estampitas y santos. Cuando le toman la medida para hacerle la coleta y se viste de luces, el hombre resucita al guerrero, todo corazón, todo heroico, y se echa para delante.
Pepín hace con el toro encastado una faena originalmente clásica que consiste primero en poderle al toro, lidiándolo y templándolo para después abandonarse despacio, clavando en cada pase su mentón en la pechera, en series vibrantes de épica y de estética, de naturalidad y de roce de taleguilla.
Este año va a dejar de torear vestido de luces. Se marcha en un buen momento, con el respeto ganado y el cariño de las gentes. Esta tarde se despide de su Maestranza.
Seguro que anoche volvió a soñar con sus duelos a revientacalderas con El Tato, cosidos a orejas y cornadas. O volando por la Puerta del Prícinpe, tras imponerse a los sanchezybargüen. Habrá vuelto a invadir su mente el galope bravío del toro “Espada” de Palha, yéndose a su muleta acompañado del estruendo de largos olés, oídos desde Sevilla a la Huerta.
Cuando hoy cruce Pepín por última vez la calle Iris en busca del patio de cuadrillas, entre un remolino de luces y gentes, seguro habrá mirándole un chiquillo al que su abuelo le grite con voz poderosa:” ¡Niño!, fíjate, ahí pasa un torero”.

Por Javier Benezet

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